A buen seguro que en este primero de mayo se hablará mucho en Córdoba de la reducción de las cifras de paro, de la “buena” evolución del número de turistas, de las nuevas empresas creadas, de grandes luces y pequeñas sombras en el mercado de trabajo. Intentarán decirnos que todo va mejorando, tarea primordial -y casi exclusiva- de la clase política. Aunque no estemos mejor.
Con mucho menos eco se mencionará, pero con mucha más razón, que la supuesta salida a la crisis está viniendo, casi en exclusiva, por la vía de la reducción salarial. Que los despidos y de los expedientes de regulación de empleo no dejan de aumentar, al igual que las medidas represivas. Que la brecha de género no se reduce. Que existen los accidentes de trabajo; que siguen existiendo.
Pero tal vez, al observar las grandes cifras se olvide la realidad de muchas de las personas que trabajan o que intentan conseguir un empleo. Porque el trabajo en nuestra ciudad está en otra dimensión. El mundo laboral es una ciudad sin ley muy diferente a la de los actos oficiales, las celebraciones y las instituciones. Una dimensión desconocida para las cámaras y los reportajes y que sólo se conoce al pasar al otro lado de la barra del bar o del mostrador de los comercios. Al entrar en las naves de los polígonos industriales o en las casas en las que trabajan las empleadas de hogar. La realidad que existe al otro lado del teléfono en los ‘call center’, en las redacciones de los medios de comunicación, en las empresas de los emprendedores, en las de carácter social, en las subcontratas. En el empleo sumergido.
En esa dimensión la realidad que se vive es el miedo. La pérdida de la dignidad a cambio de poder trabajar. La soledad, la desconfianza, la incertidumbre. El desconocimiento pleno de los derechos laborales. Aqui no existen los convenios colectivos o los derechos más básicos. Aqui no llega la inspección de trabajo, ni los sindicatos oficiales, ni los discursos políticos.
Es la sigilosa contribución a la creación de riqueza que hacen todas aquellas personas que trabajan en precario. Lejos de que se lo agradezca nadie, al contrario, son culpabilizadas por ser poco competitivas, poco productivas, poco flexibles, poco modernas.
Una gran losa cubre esta realidad. Pero no es de granito, como la del dictador, sino de silencio, que es mucho más democrático. Silencio de las trabajadoras y trabajadores que no tienen otro remedio que aceptar estas condiciones para intentar sobrevivir y que creen que otra situación es imposible. Silencio de la clase empresarial, grande o pequeña, que se enriquece o subsiste gracias a ese miedo. Silencio cómplice de las administraciones que más allá de los discursos grandilocuentes, toleran y amparan la explotación laboral en la creencia de que es mejor tener trabajadores explotados que parados. Porque así es como funciona la economía.
Pero cuando se produce una pequeña falla, tan sólo una ligera fractura en el secreto, todo cambia. Cuando una persona reclama sus derechos, cuando dice NO a tolerar la explotación, cuando exige lo que es suyo, un mundo nuevo comienza, aun plagado de dificultades, pero también cargado de dignidad y solidaridad. Porque hay vida tras ese muro de silencio. Una vida que crea compañeras y compañeros donde sólo había gente que trabaja en el mismo sitio. Una vida que coloca en su sitio a los que intentan aprovecharse de quién menos tienen. Que demuestra que en esta sociedad, la unión y lucha son el único camino para conseguir lo que es justo.